LAICIDAD O CARIDAD
30.05.05. J.C. García de Polavieja P.
El término laicidad, en su acepción moderna, se puso de largo al consumar el ministerio Rouvier, títere del Gran Oriente de la francmasonería, la separación entre la Iglesia y el estado galo, allá por 1905. Con esa palabra, la secta que controlaba la república francesa resumía la condición agnóstica del estado creado por la soberanía popular. El carácter absolutista, totalitario en el verdadero sentido del concepto, procedía de esa pretendida independencia respecto a Dios. La emancipación implicaba negar el “poder exclusivamente divino para decidir sobre el bien y el mal” (Veritatis splendor, 35). Dicho poder lo recababa para sí el propio estado. En este sentido, la ley Rouvier de separación era consecuente con la vuelta al paganismo iniciada en el siglo XVII. (Con las disposiciones de los Estados Generales de 1614, que elevaron al rey de Francia sobre cualquier otra autoridad, aunque fuese de título divino [1]). La laicidad de la tercera república fue pues la versión demagógica del mismo absolutismo antes monárquico en Francia: Momentos de la emancipación respecto a Dios. Etapas en la andadura hacia el neopaganismo.
Lo esencial de la laicidad no era la separación de la Iglesia respecto al Estado – pues siempre han tenido funciones diferentes, – sino la negación agnóstica de instancias superiores al estado en el orden práctico: En la capacidad de interpretar la moral social. Tal era la idea de quienes acuñaron el término, y tal ha sido el sentido permanente y sin excepciones con que la laicidad ha sido impuesta a los pueblos. Por eso San Pío X, al condenar solemnemente la ley Rouvier en la encíclica Vehementer Nos de 11 de febrero de 1906, no desautorizaba únicamente la tesis de la separación (“absolutamente falsa y sumamente nociva”). Explicaba además que tal separación y la consiguiente laicidad no entrañaban la independencia de la Iglesia, ni su acceso a la libertad proclamada en el derecho común, sino el avasallamiento de la religión por el poder. La aplicación norteamericana, inspirada por el mismo espíritu de esta laicidad francesa, solamente conservó cierta benevolencia – neutral y deísta – del estado, mientras el pluralismo religioso concernía al libre examen protestante. Y por consiguiente a la conciencia individual. Pero la consolidación de la Verdad moralmente exigente y objetiva del catolicismo, – sobre todo tras la superación, gracias a la aplicación del Vaticano II, de la crisis modernista de 1970-1990, – ha desnudado, también en los EEUU, el rostro totalitario de la laicidad. La expulsión de Dios de escuelas y juzgados invoca también allí la misma lógica del concepto.
La necesidad de coexistir en el día a día con estos sistemas obligó a la Iglesia, a lo largo del siglo XX, a políticas adaptadas a los hechos. Recurriendo a interpretaciones inocuas de laicidad, entendida desde el fundamento natural, no profano, del estado, diferenciado de la esfera religiosa. Se adujo para ello la etimología del termino (del griego laos, pueblo) y su frecuente presencia en las Escrituras designando al pueblo de Dios. Además, era preciso reconocer una neutralidad legítima del Estado en sociedades con genuina pluralidad religiosa. A estas salvedades, aconsejadas por la prudencia, se les dotó previamente de una sólida base doctrinal, iluminada por San Pío X en su carta de 14 de Octubre de 1913[2] a cuyos principios se atuvo Benedicto XV al reconocer la necesidad de renovación concordataria en su alocución consistorial de 1921 In hac quidem [3]. Tales principios salvaguardaban sobre todo el “deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”: Esta era la tesis irrenunciable. Era la clave de todo el problema y que, como tal, fue incluida en 1965 en el decreto sobre la libertad religiosa del último concilio [4].
En naciones cristianas, como Francia a principios del siglo XX, se invocó la distinción entre las distintas acepciones de laicidad – aunque nunca se ignoró que la única acepción republicana era la de “una perfecta concepción materialista y atea de la vida humana y social” – porque el desdoblamiento del concepto facilitaba un cierto status quo, que se creía más oportuno que la ruptura. Pero, incluso entonces, aquel sistema de laicidad equívocamente invocado se consideró como “mal menor” y nunca como tesis. El concordato francés de 1923 se acogía a esta interpretación malminorista y condicional. Conviene recordar, para situar las diferencias entre Francia y España que, apenas cuatro años antes, en 1919, se había producido la consagración oficial de España, de todas sus instituciones políticas y su sociedad, al Sagrado Corazón de Jesús. Acto con el que la ecléctica Restauración reconocía la realidad espiritual del país. Esta consagración preservó el reino de España de cualquier laicidad y obtuvo, entre otras consecuencias, la conservación de la libertad verdadera de los españoles hasta casi concluso el siglo XX. En Francia, por el contrario, las sucesivas vueltas de tuerca secularistas forzaron la carta pastoral de 12 de noviembre de 1945, en la que un episcopado en situación delicada recurría de nuevo al desdoblamiento del concepto. Y las notas pastorales de 1958, en que se insistía ante De Gaulle en lo mismo. Sucesivas adaptaciones basadas en un equívoco que se imaginaba menos peligroso que el anatema de la república. Justificadas para conservar una presencia en la cultura política que, a pesar de ello, pronto se revelaría incapaz de evitar la metástasis secularista. Mucho menos “madura”, España renovó oficialmente en la misma década (1954) sus consagraciones, convirtiéndose en una comunidad pública y definitivamente abrazada a la Cruz.
La laicidad de la república francesa ha cesado en el siglo XXI su disimulo: Los creyentes de cualquier religión parecen allí ciudadanos de segunda, con derechos civiles restringidos, y obligados a retorcer su corazón en los lugares públicos. Mientras tanto, cualquier impiedad hace alarde de presencia en las escuelas con visado “cultural”. El hostigamiento ha llegado a tales extremos que las autoridades se inmiscuyen en el atuendo de los estudiantes y en las insignias de solapa de los profesores. Desgraciadamente, las proclamas de 1789 conservan en algunos medios católicos franceses un predicamento tan arraigado como parco es su sentido de la Fe. Hay un seudocatolicismo instalado en la república e indiferente a la confirmación de su carácter totalitario. Indiferente a que esta república se esté desnudando como un aparato intrínsecamente corruptor. Algo confirmado por la podredumbre que rebosa de las instituciones y salpica con escándalos continuos la vida social…Pero existe, gracias al difunto Papa, un nuevo catolicismo francés, que ha incorporado la enseñanza de Juan Pablo II y se va percatando rápidamente del signo de la república.
Fue a esta Iglesia francesa, cuyo problema se origina directamente en la cultura política, a la que Juan Pablo II se dirigió este mes de febrero último para encarecer la movilización de los espíritus contra el laicismo. La carta del difunto Papa, leída entera y en su contexto, distinguía la laicidad del laicismo por estar ambos conceptos ligados al margen de maniobra, tan estrecho, del catolicismo francés: Una distinción encaminada a lograr, en cuanto fuera posible, la cohesión de la Iglesia en Francia para resistir el asalto contra la libertad religiosa. Las contradicciones conceptuales de este recurso semántico las conocía, no obstante, Juan Pablo II mejor que nadie. Ha sido él, no ningún sospechoso, quien acaba de recordar al mundo entero que “el bien común tiene una dimensión trascendente” y que, además, “los cristianos saben que Jesús ha iluminado plenamente la realización del verdadero bien común de la Humanidad” [5]. Frases cuyo significado desafía no ya el laicismo sino cualquier tipo de exclusión de Dios de la esfera pública y política. Juan Pablo II, que siempre ha preferido ver el vaso medio lleno antes que medio vacío, llegó a comprobar que la laicidad es el vaso roto y vacío por completo. Y el agua de la gracia derramándose fuera de los recipientes que conforman la vida social.
Francia era Francia – quizá, gracias a Juan Pablo II, vuelva a ser Francia – y España es España. España debe intentar seguir siendo España a pesar de los cálculos humanos, de los posibilismos y de los malminorismos. ¿Acaso no ha sido Juan Pablo II quien ha recordado que “la fe cristiana y católica constituye la identidad del pueblo español?” [6]. ¿Qué futuro podría proporcionar a este pueblo un sistema de espaldas a lo que constituye su identidad? ¿Por qué sería irreformable tal sistema? ¿Por qué sería inamovible?
Que España sea ella misma ha sido el motivo recurrente de los desvelos de Juan Pablo II hacia nuestro pueblo: ¡España, sé tu misma! ¡Revive aquellos valores que hicieron gloriosa tu historia! El Papa nos lo ha repetido en Madrid, en Zaragoza, en Huelva, en Santiago, en todas sus visitas, por activa y por pasiva…Pero nadie podrá encontrar entre nuestros valores históricos ninguna laicidad en el sentido agnóstico o neutral del término. Porque jamás la hubo. De forma que la difícil relación de los cristianos españoles con la política establecida, si quiere inspirarse en la enseñanza de este Papa santo, tendrá que distinguir los recursos semánticos de la diplomacia eclesiástica, de las exhortaciones solemnes del Vicario de Cristo. Aquello que la Jerarquía necesita para mantener abierto un cierto diálogo con el poder, no se traduce necesariamente en receta para el alimento espiritual de un pueblo. Y menos de un pueblo como España, cuya confesión de Cristo es caballo de batalla en todos los frentes culturales. La conciencia popular paga un precio de confusión cuando las sutilezas conceptuales se cultivan en los medios católicos. Pero es que, además, la cuestión de la “laicidad” tiene, en España, otras connotaciones que atañen a la justicia: El derecho de confesar a Jesucristo, en privado o en público, en casa o en la plaza, pertenece a todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, individuos o grupos, y a la nación entera como tal. La nación es algo más que el capricho de una mayoría momentánea…La tentación de avalar el mal mayor, por el contrario, podría afectar a sectores minoritarios, dueños de permitirse “espacios privilegiados de confesionalidad”. Pero el crucifijo es un derecho de todos, y muy principalmente de los menos favorecidos, que necesitan verificar, día a día, la acogida de su fe por las instituciones del Estado.
No se trata de aumentar tensiones cuya oportunidad podría discutirse. La hipótesis laica reconoce, al cabo, la vigencia – penosa pero cierta – del sistema existente. Puede manejarse como tal hipótesis en el trabajo diplomático. Aféctese, si se puede, que es necesario este “mal menor” para afrontar la vida cotidiana. Lo que la caridad patria reclama y suplica es que lo penoso no se pretenda panacea. Que la carencia no se eleve a virtud. Que la impotencia humana no dicte los caminos a la omnipotencia divina…Y que no se niegue al pueblo español siquiera el atisbo de un horizonte de auténtica realización del bien común.
Podría resultar decisivo para la cohesión seglar desalentar el empleo equívoco de distinciones en sí legítimas. Impedir que las hipótesis malminoristas se conviertan en tesis gracias a trucos semánticos. La distinción entre laicismo y laicidad se emplea de manera equívoca cuando, acogiéndose en principio a una acepción legítima del segundo vocablo, se estira su contenido para cubrir otras acepciones agnósticas, pretendiendo que esta ambigüedad siente doctrina. Se recubre así, con un concepto ausente de la vida inmediata, la triste realidad presente: La apostasía, silenciosa pero contumaz, de estructuras revueltas contra Dios. Ciertamente, el problema no queda resuelto por la invocación de la doctrina permanente sobre el deber religioso y moral de los pueblos – esa enseñanza plasmada en el capítulo III de la Inmortale Dei de León XIII, en la Quas primas de Pío XI, en toda la “consecratio mundi” de la Lumen Gentium (13) y en el prólogo de Dignitatis humanae – porque envuelve toda la compleja cuestión del diálogo de la Iglesia con el mundo moderno y con la cultura política heredera de la Ilustración. La madeja de argumentos y supuestos de sociología cultural que se ha ido formando para apoyar lo que sería una “síntesis” entre la cultura moderna o postmoderna y el Evangelio, es ardua de desentrañar: Nociones metafísicas sobre la naturaleza del mal sirviendo a interpretaciones benignas de la realidad. Antecedentes históricos sacados de contexto y ajenos a los signos de los tiempos. Semejanzas e influencias entre el Evangelio y la cultura política racionalista más bien inexistentes…Todo un mundo de disquisiciones gravitando sobre una única realidad: La esperanza de transformar la cultura moderna. Esperanza que, cuando se piensa acrítica e indolora, compromete aquello mismo que espera. Porque entonces se rehuye el auténtico catalizador, que sería la propuesta clara (el signo de contradicción) de dejar a Cristo iluminar las estructuras sociales.
La apostasía agazapada en varios caminos ha sido evitada gracias a la renovación espiritual de la Iglesia, impulsada por la santificación personal de Juan Pablo II, y, además, por su firme mantenimiento de los principios morales trascendentes. La vivencia cristiana, muy profunda en algunos sectores, ha superado el vértigo social. Hay una efervescencia profunda del Evangelio, capaz de cambiarlo todo. Pero asistimos también a un misterioso contraste entre piedad sincera y adaptación a una cultura infrahumana: Apóstoles (¿?) que llaman libertad a la más abyecta tiranía. Desprecio de principios esenciales para la convivencia. El mal puede, a su vez, asediar el santuario a través de la “secundaria” cultura política. La vida de gracia “flota” con demasiada frecuencia, sobre un criterio obnubilado y sobre una errónea concepción de la naturaleza. Juan Pablo II rescató el núcleo de los problemas humanos: El fondo espiritual. Y la renovación iniciada en los corazones – el fuerte impulso de este Papa providencial – esta pidiendo proyectar finalmente su fuerza libertadora sobre las estructuras sociales. Devolver la esperanza a tantos que padecen opresión, incluso sin saberlo, por la cultura política antitea… La transformación cristiana de esta cultura moderna no se hará – ya está claro – desde las gradas del coliseo neopagano, sino en la arena del testimonio crítico. Esta realidad se va imponiendo por la fuerza de los hechos y aconseja ajustar a las posibilidades de cada pueblo los conceptos clave, como esa laicidad penosa y momentánea.
¿Se puede separar nuestra vida como pueblo, – conforme su realidad histórica, social y política – de Jesucristo, la luz divina? ¿Se puede separar nuestra vida humana de la caridad de Cristo? ¿De la plenitud de vida en el Amor? La respuesta la ha dado, antes de dejarnos, el mismo Juan Pablo II: “Así pues, no se puede separar a Cristo de la historia del hombre. Lo dije durante mi primera visita a Polonia, en Varsovia, en la plaza de la Victoria. Dije entonces que no se podía apartar a Cristo de la historia de mi nación. ¿Se puede apartar de la historia de cualquier nación? ¿Se le puede apartar de la historia de Europa? De hecho, ¡solo en Él todas las naciones y la humanidad entera pueden cruzar el umbral de la esperanza!” [7].
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[1] Rapine, Florimond : Relation des Etats Généraux de 1614. París, 1651. El memorial presentado a los Estados comenzaba, “Como el rey recibe la corona solo de Dios, no hay poder en la tierra, espiritual ni temporal que pueda…”
[2] San Pío X: Carta al XXXVII Congreso de Juristas Católicos franceses. AAS 5, (1913) 551-559.
[3] Benedicto XV: Alocución consistorial de 21 de noviembre de 1921 sobre la relación de la Iglesia y los estados : AAS 13 (1921) 521-524.
[4] Dec. Dignitatis humanae, 1. Documentos del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid, 1975, página 580.
[5] Juan Pablo II : Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de Enero del 2005.
[6] Juan Pablo II : Pza. de Colón, Madrid, 4 de Mayo del 2003.
[7] Juan Pablo II : Memoria e identidad. Esfera de los libros, Madrid 2005, página 30