Don Leopoldo Calvo Sotelo
05.05.08. Ha fallecido el que fuera segundo presidente de Gobierno después de la transición. Después de haber cumplido con su misión, se retiró de la vida política y, retirado, ha este mundo a los 82 años.
Es la hora de los elogios a su persona. Ya se sabe. Y muchos de esos elogios le son debidos pues personalmente valía más que los que le han sucedido en el cargo. Charlatanes que no saben más que la lección aprendida se los asesores de imagen para seducir a las masas. Sin más preparación académica que una carrera de esas que se pueden aprobar a base de años o de copiar en los exámenes.
A los hombres no los puede juzgar más que Dios. Cando Dios estuvo corporalmente en la Tierra nos dijo que no “juzguéis y no seréis juzgados”. Pero también nos dio una regla para valorar sus actuaciones: “por sus frutos los conoceréis”.
La prensa ha recordado que fue el Gobierno por él presidido el que aprobó la ley del divorcio. “Ley del divorcio”; no se trata de un conjunto de eufemismos que encierran una iniquidad, como cuando llaman “interrupción del embarazo” al aborto. Pero los hombres de hoy no nos detenemos suficientemente en pensar lo que significan esos dos términos juntos: “ley” y “divorcio”. Porque legalizar el divorcio supone nada más y nada menos que abolir el matrimonio. Quitarle toda validez.
No hay matrimonio si no es indisoluble. El que pueda sobrevenir una disolución posterior del vínculo que dos personas han contraído libremente y le han dado carácter sagrado, al haber puesto a Dios por testigo de sus promesas, supone quitar todo valor legal a la boda; a la ceremonia que con tanta ilusión han esperado los que se acercan al altar. Porque el valor del Sacramento no descansa ni en la grandiosidad de templo ni en las flores que lo adornan, ni en la jerarquía del oficiante, ni en el diseñador del traje de la novia, ni en el número y calidad de los invitados. Valían lo mismo aquellos matrimonios contraídos en la zona roja, durante la Cruzada, en que los novios se limitaban a intercambiarse las promesas pertinentes ante testigos y a levantar un acta del suceso, que guardaban cuidadosamente para presentarla al primer sacerdote que pudiera insertarla en un registro parroquial.
Los millones de personas que nos acercamos en nuestra juventud con el ánimo de entregarnos uno a otro, hasta que la muerte nos separe, nos encontramos con que aquello no tiene ningún valor legal. Si nuestra unión dura, si hemos llegado a las bodas de oro, es porque hemos seguido manteniendo nuestra promesa; algo a lo que no nos obliga la ley. Y eso no es un contrato. No somos especialistas en derecho; pero no tenemos noticia que existan contratos, establecidos con toda clase de requisitos, que se puedan romper después y, en muchos casos, unilateralmente.
“Por sus frutos les conoceréis”. Nosotros vemos tanto a Adolfo Suárez como al recién fallecido, como dos actores que, conscientes de ello o no, aceptaron el papel de calmar los recelos de los españoles que temían, con razón, el regreso de los derrotados en 1939. Ellos dieron paso a posteriores gobiernos socialistas que se han dedicado a deshacer la sociedad española. Y así nos vemos hoy, Que el papel que desempeñaron formaba parte de un plan revolucionario (lo supieran ellos o no) de deshacer España, se demuestra en hecho de que el partido que les dio la victoria se deshizo tan pronto el acceso socialista al poder fue una realidad.
Y lo que decimos del divorcio podemos afirmarlo de otros muchas decisiones de ambos gobernantes. Pusieron en marcha el estado de las autonomías. Con lo que ellos nos dejaron hemos llegado la una situación de disolución de España en que nos vemos.
Hoy todo son elogios para el ilustre extinto. Quien está obligado a hablar es lógico que los pronuncie. Unos lo hacen de corazón, agradeciéndole lo que les dio que ellos no podían esperar. Otros porque no saben lo que dicen o porque lo contrario no sería correcto. Nosotros, que ninguna obligación tenemos de expresarnos en unos u otros términos, nos limitamos a encomendarle al Señor en nuestras oraciones.
Carlos Ibáñez Quintana