Pulse la alarma sólo con causa justificada
29 de noviembre de 2010. Aportación al mensaje de la Comunión Tradicionalista Carlista en el Acto Nacional del Cerro de los Ángeles el 20 de noviembre de 2010, en la vigilia de Cristo Rey, por José Miguel Orts Timoner
“Algo así suele advertir un cartel situado sobre el dispositivo de alarma de los medios públicos de transporte. Y señala la sanción legal prevista para quien haga caso omiso del aviso. Realmente ha habido ya demasiados accidentes producidos por la histeria colectiva desencadenada por bromas o errores.
En política también vale la regla. Es deber de quienes se preocupan por el bien común medir el tono de sus manifestaciones públicas para evitar reacciones colectivas desproporcionadas ante virtuales riesgos. Medir las palabras es exigencia elemental de prudencia.
Pero esa virtud se quebraría si, por no enervar ánimos, el político optara por no informar a la población acerca de amenazas a su seguridad de cualquier género, evitando con su silencio movilizaciones sociales que, debidamente ordenadas, pudieran evitar o paliar posibles daños.
En nuestro caso, hay causa justificada para hacer una llamada a nuestros conciudadanos, aun desde la insignificancia de nuestros medios: Alerta naranja tirando a roja.
La situación actual de España no nos permite mirar hacia otro lado. La crisis económica, negada en principio y luego minimizada, está estallando ante nuestros ojos. La paralización de la actividad productiva y sus consecuencias en personas, familias, empresas y administraciones públicas, castiga a una sociedad desarmada moralmente, como consecuencia de un previo proceso de socavamiento de valores. Las instituciones están perdiendo funcionalidad y esa evidencia genera desconfianza. Sus gestores, supuestamente emanados de la soberanía popular, y obsesionados por no perder los votos que les confieren sus privilegios, se muestran incapaces de resolver los problemas de sus electores. El Estado del Bienestar se desmorona. Y tras él el Estado de Derecho peligra.
La estrategia de supervivencia de los privilegiados es, en sí, un problema adicional al desastre que no pueden o no saben contener. Se trata de enfrentar a unos españoles con otros, reavivando viejos fantasmas, volviendo a abrir heridas, señalando culpables, presentando chivos expiatorios que en el pasado funcionaron: dialéctica falaz de izquierdas y derechas, clases enfrentadas, ideología de género con sus corolarios de feminismo radical, homosexualismo político, derechos reproductivos, cultura de la muerte… Y la Iglesia católica en la diana: Es, para ellos, el corazón de la derecha, es la fuente de la injusticia y de la esclavitud de las conciencias, es la inventora del dios de las normas que hay que abolir para ser libres.
El Papa se ha atrevido a advertirnos de la amenaza del nuevo laicismo. Su denuncia les ha escocido. Mientras lo recibían en Santiago y Barcelona cerraban para el culto la basílica pontificia del Valle de los Caídos. Ahora nos bombardean con bazofia sacrílega y obscena. Amenazan con la asfixia económica de la Iglesia y con leyes de control de su actividad. A eso le llaman cínicamente “libertad religiosa”. La justifican en nombre del pluralismo religioso y de la profundización en la aconfesionalidad del Estado. Es un cambio de alma de España. Para forzarla no dudan en colaborar con los planes del expansionismo islamista, instrumentalizando el hambre de pan y libertad del tercer mundo. Es una vieja táctica que ya usaron algunos traidores visigodos del siglo VIII. Y a España le costó siete siglos de reconquista, durante la que forjó su identidad nacional.
Los privilegiados otorgan patentes de progreso y democracia. Quien no se ajusta a su modelo no tiene sitio en el sistema. Y ese sistema cada vez más adquiere perfiles y maneras totalitarios. El poder absoluto tiende a la corrupción y al abuso. Porque no tiene límite por arriba: para el sistema no hay más dios que él mismo. Y elimina la barrera y el cauce de los cuerpos sociales básicos, dejando a los ciudadanos reducidos a individuos inconexos y anestesiados, cosificados, como seres vivos, pero no humanos, miembros y miembras de una granja que produce, consume y hasta vota.
Ante esa perspectiva hay que lanzar un S.O.S.. Las campanas han de sonar a rebato. De la urgencia y eficiencia de la movilización de conciencias depende algo más que un vuelco electoral. Porque si sólo cambian las siglas de los gestores, si sólo se modifica el estilo, si sólo son rostros diferentes los que aparecen en el telediario, la catástrofe no se habrá conjurado. Si permanece el sistema que envilece, seguirá el peligro. Hay que parar el aparato corruptor de la sociedad para que se inicie el proceso regenerador. Para que nos podamos sentir todos más dignos, más limpios. Es posible.
Desde el Cerro de los Ángeles, en el centro geográfico de la península, a los pies del Sagrado Corazón, un grupo de españoles comprometidos con los principios que constituyen la identidad de España, da la voz de alarma con causa justificada. Y al tiempo que intenta despertar conciencias lanza un mensaje de esperanza, una propuesta de salvación.
La Comunión Tradicionalista Carlista invita a los españoles a unirse en lo que tienen de común y nuclear. No a cerrarse a otros pueblos ni a otras culturas. No a inventarse enemigos para aglutinar odios contra ellos. Se trata de reedificar una jerarquía de valores verdaderamente humana. Y no hay verdadera humanidad sin Dios. No podemos cimentar la casa común sobre la negación y el vacío. Sin imponer la fe. Sin coaccionar a nadie. Precisamente para limitar el absolutismo del poder. Sin confundir Estado e Iglesia. Sin conferir privilegios. Sin instrumentalizar las creencias.
Hemos de ser conscientes de lo que recibimos y de lo que hemos de transmitir a nuestros hijos. Ese progreso hereditario no es otra cosa que España, aluvión y proyecto. Sin exaltaciones narcisistas, pero sin complejos. Español no tiene por qué ser un insulto. Las luces y las sombras de nuestra historia no tienen por qué ser manipuladas. España debe ser integradora, abierta, amplia, plural. Los reyes de cuando la monarquía cumplía su papel se hacían llamar Hispaniarum Rex: Rey de las Españas. Por eso lo que llamamos España es el resultado de una federación histórica de pueblos en torno a la corona y unidos espiritualmente por el cristianismo. Esa federación, que no tiene nada que ver con autodeterminaciones, estatutos y constituciones ha funcionado mientras sus componentes han tenido su vida propia. Ahora los nacionalismos excluyentes dan por liquidada a España como empresa común para enfrentar unos fragmentos contra otros.
Precisamente esa patología desintegradora se produce cuando falta la argamasa que unía los elementos históricamente federados a lo largo de los siglos: la fe católica y la corona. La España ocupada por Napoleón, el trono usurpado por José Bonaparte, fue el detonante de la rebelión de las élites criollas en la América española, alentada por las logias y las potencias enemigas. El drama del Sáhara español, abandonado a su suerte a merced de Marruecos en otra coyuntura de vacío de poder, golpea nuestras conciencias. La España oficial de hoy no cree en nada y la monarquía es testigo mudo, impotente e inoperante de los acontecimientos. Los negadores de España se inventan mapas, límites y mitos para legitimar su fractura. Los caudales públicos se invierten en potenciar particularidades y reducir factores comunes, en fomentar el odio y la intolerancia hacia lo compartido. En debilitar la herencia cultural cristiana y contrapesarla con la islamización. Y eso en la época de la globalización y de la eliminación de fronteras. No es extraño que de ese humus balcanizado surjan “naciones” como hongos.
La Comunión Tradicionalista Carlista no ha escogido casualmente el día de Cristo Rey para la celebración de su principal manifestación pública. Significado parejo tiene la ubicación del acto en el Cerro de los Ángeles. El carlismo tiene un compromiso irrenunciable con la transformación de las estructuras políticas a la luz del Reino de Cristo. De ahí el primero y principal de sus cuatro lemas: Dios. Por eso proclamamos “Nada sin Dios”, a pesar de saber que cualquier proyecto político está condenado a ser una sombra del ideal que marca la constitución perenne del Decálogo. Aun siendo conscientes de que la fe no puede ser objeto de imposición. De que Dios abomina de las coacciones teocráticas que se hacen tomando su nombre en vano. De que las estructuras políticas no pueden generar unidades que no nazcan de los corazones. De que el Reino de Dios no está destinado a sustituir el reino del hombre.
En esa fidelidad al compromiso cristiano que presidió los ocho siglos de reconquista que generaron el ser de España, le va al carlismo su supervivencia como causa política. Cuando, en un afán de mimetismo con el contexto, el carlismo abandonó esa finalidad suprema, se secó, se resquebrajó y se precipitó hacia la extinción. La orfandad de Dios produjo la orfandad de rey. Hasta que algunos fragmentos recobraron el Norte y reconstituyeron el cuerpo social de la Comunión.
Ese cuerpo social, aun incompleto, es lo que intenta ser la C.T.C. desde 1986. Cuerpo incompleto porque no están aún en ella los llamados a incorporarse. Incompleto porque, siendo un movimiento legitimista, no tiene aún a su cabeza un Rey legítimo. Y un legitimismo sin Dinastía legítima es un concepto casi tan absurdo como una Dinastía legítima sin pueblo y sin compromiso.
Lo sabemos y nos duele. No hacemos de esta situación excepcional un desiderátum. Pero si la venida del Rey es irrenunciable, no es prioritaria como objetivo programático en una coyuntura crítica como la actual. Para que el Rey pueda venir, hemos de preparar el Reino, lo hemos de hacer posible. Y no sólo es cosa nuestra: es tarea de muchos más. De quienes nos llamamos carlistas y de quienes jamás pensaron en llamarse carlistas. Y además requiere la voluntad política del príncipe que, teniendo derecho originario, tenga la capacidad y la determinación de complicarse la vida por España, como hicieron sus mayores. Nuestro trabajo está en la base, en los cimientos. De él se nos pedirá cuenta.
A esa tarea común, entusiasta, eficaz, sin desmayos, convoca desde el Cerro de los Ángeles la Comunión Tradicionalista Carlista en este otoño de 2010, que para nosotros ha de ser primavera”.