El Señor de los Anillos y el día de la Dinastía Legítima
«El retorno del Rey», a colación del día de la Dinastía Legítima
(4 de noviembre)
Por Javier Mª Pérez-Roldán y Suanzes-Carpegna
Secretario Nacional CTC
27/10/2018
No es simple curiosidad, a pesar de la escasa relevancia social de los católicos en Gran Bretaña (impuesta políticamente, sobre todo en tiempos pasados), que tres de los autores británicos más leídos sean católicos: William Shakespeare, Gilbert Keith Chesterton y J.R.R. Tolkien. Es más, precisamente el escritor inglés arquetípico, Shakespeare (del que ya pocos niegan su carácter de católico), es el autor más celebrado de la época Isabelina, precisamente la época de mayor saña persecutora de los católicos.
Y no es curiosidad porque sencillamente para representar el espíritu de un pueblo nada mejor que lo genuino, y lo genuino en el ámbito religioso europeo es el catolicismo, pues las herejías y cismas que prendieron y arraigaron en Europa no fueron fruto espontáneo de los pueblos europeos, sino imposiciones sangrientas e interesadas realizadas desde el poder.
Por eso igualmente la aportación de estos tres autores al concepto del poder legítimo ha sido destacada. Así, por ejemplo, son claras las enseñanzas de Shakespeare sobre la legitimidad en dos de sus principales obras: Macbeth y El Rey Lear. En la segunda Cordelia se convierte en reina de Francia precisamente por su virtud. Del mismo modo en Macbeth la autoridad, regida por la justicia y la virtud (la moral) sale triunfante sobre el ejercicio descarnado del poder solo regido por la fuerza. Por eso, en conclusión, para Shakespeare la autoridad sin moral[1] (lo que el tradicionalismo hispano llama legitimidad en el ejercicio) es solo tiranía, pues la moral, creación divina, está por encima de las normas de los hombres (la legitimidad de origen).
No abordaré en este artículo las aportaciones de Chesterton, que le daría una amplitud excesiva, pero sí hablare de Tolkien, autor que muchos creen menor por cuanto sus obras más leídas son de épica fantástica. Sin embargo, rebajar su entidad a tan simple título es tan desacertado como sostener que Cervantes fue un simple autor del degrado género de las novelas de caballería.
Lo más interesante de la obra de Tolkien, no obstante, no es lo que dice sobre la legitimidad, sino lo que dice sobre los legitimistas. Y es que describe con una maestría y una profundidad psicológica únicas la evolución anímica y psicológica de aquellos que sostienen durante generaciones la legitimidad solo en la esfera de los principios, pues no pueden hacerlo, por ausencia del rey legítimo, en la esfera de lo concreto. Es más, quizá sea el único autor de ficción que realice tal análisis en profundidad, que solo se encuentra en otros autores de manera muy superficial[2].
Conviene, pues, ahora, antes de seguir profundizando en la obra de Tolkien, transcribir un fragmento del Capítulo 7 (La Pira de Denethor) del Libro Quinto de El Señor de los Anillos (las negritas son nuestras). Tal fragmento tiene lugar en los últimos momentos de vida del Senescal Regente de Gondor Denethor II. Los Senescales eran los gobernantes provisorios del Reino del Sur, que se hicieron cargo de la gobernación de su pueblo tras la desaparición de su rey y ante la promesa del regreso de sus descendientes. Por ello tomaron el mando bajo la fórmula «[…] esgrimir el bastón de mando y gobierno en nombre del rey, hasta que él vuelva […]». El caso es que en este fragmento de la obra de El Señor de los Anillos la capital del reino, Minas Tirith, es sitiada por un enemigo superior en número por lo que muchos (sino la gran mayoría) dudan de la posibilidad de victoria. Entonces, desesperado, el Senescal pretende darse muerte antes que contemplar la derrota total, y de paso, llevarse por delante la vida de su hijo y heredero, Faramir, gravemente herido por una imprudencia militar de su padre. El fragmento de nuestro interés dice:
»Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un Senescal de la Casa de Anárion. No me rebajaré a ser un chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur. Y yo no me voy a doblegarme ante alguien como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo su señorío y dignidad.
– ¿Qué querrías entonces- dijo Gandalf-, si pudieras hacer tu voluntad?
– Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida- respondió Denethor-, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.
– A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el honor –replicó Gandalf-. Y al menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.[3]
Finalmente Denethor se quita la vida, si bien su hijo, Faramir, sobrevive y como nuevo Senescal de Gondor reconoce como Rey y señor a Aragorn II (el último retoño de una casa arruinada al que se refiere el texto transcrito). La diferente forma de padre e hijo de afrontar la reaparición del reclamante del trono refleja dos maneras de ser y entender la legitimidad. Por una parte nos encontramos al padre, Denethor: desesperanzado, cansado de la carga de regir los destinos de su pueblo en ausencia del rey, y que quizá con buena intención solo busca lo que cree mejor para su pueblo, que no es otra cosa que dejarse de aventurismos y seguir como desde hace tiempo, sin un rey que puede trastocar las nuevas tradiciones creadas y las situaciones de hecho que se han producido durante los largos tiempos de ausencia del rey.
Tal postura, desde luego, puede no ser entendida como la propia de un legitimista auténtico que al acceder a su cargo juró ocuparlo solo «hasta el regreso del rey». Sin embargo, Denethor no deja de tener argumentos a su favor. Y es que efectivamente el rey legítimo, y sus antecesores durante varias generaciones, se desentendieron del reino, y todo lo fiaron a la gestión de los Senescales. Y si los antecesores de Aragorn, pudiendo hacerlo, no reclamaron el trono para sí ¿no perdieron acaso su legitimidad por su no ejercicio? Como bien señala, los que debieron ser reyes perdieron su señorío y dignidad durante su largo exilio al dedicarse a trabajos serviles, y no a regir su pueblo, como su deber les reclamaba.
Además, durante todo el tiempo de vacancia del trono surgieron nuevas tradiciones, cambiaron otras, se crearon situaciones de hecho completamente desconocidas, situaciones todas ellas que debían ser tomadas en consideración y respetadas («Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida- respondió Denethor-, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz»).
A estos dos argumentos habría que añadir un motivo personal de animadversión del Senescal contra el rey legítimo (que no aparece en este fragmento), motivado por la falta de sensibilidad de éste último, que se presentó de improviso, dejándose anunciar entre su pueblo, sin haber cumplido previamente con una ceremonia que ningún Rey podía ignorar: anunciarse previamente al Senescal, quien legítimamente ejerció sus funciones en sus ausencia.
Es curioso, por demás, el profundo conocimiento que muestra Tolkien del mundo legitimista, pues Denethor no obvia citar, en su argumentación en contra del reconocimiento del rey, el galimatías jurídico-sucesorio que acompaña a toda legitimidad proscrita («Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur»).
En cambio la postura de Faramir es muy distinta. Se trata de un hombre joven sin pretensiones políticas o sociales de ningún tipo, que aún no ha llevado sobre sus hombres la responsabilidad de gobernar la Causa del rey, y que por tanto gustosamente reconoce a su Rey y Señor, que al fin y al cabo le viene a descargar de ejercer una responsabilidad para la que no se estimaba preparado. No en vano, era el segundo hijo de Denethor, y el llamado a la herencia como Senescal no era él, sino su hermano Boromir, muerto trágicamente poco tiempo antes de la escena que hemos transcrito.
Desde luego, estas enseñanzas describen magistralmente las entrañas del mundo legitimista, en el que es harto frecuente observar esas dos posturas. Por una parte la excesivamente perspicaz de los más experimentaros, que de alguna manera cargaron con responsabilidades vicarias y que por tanto han desarrollado un vínculo afectivo gobernante-gobernado con su pueblo que les hace dudar de la conveniencia de introducir cambios y dejar todo en manos del Rey, que puede volver a abandonar a su pueblo como ya lo hizo antes; y por otra la excesivamente ligera del menos experimentado, que no piensa a tan largo plazo ni medita qué sucederá con los hechos consumados en los tiempos de ausencia del Rey, y que en cambio centra su atención en verse al fin liberado de la tremenda responsabilidad de mantener la Causa legitimista sin un señor al que servir.
No obstante, nosotros debemos tener muy presentes ambas posturas, y debemos buscar las fórmulas para conciliarlas, y debemos meditar en ello, sobre todo en días como el 4 de Noviembre, día de la Dinastía Carlista. Y es que aunque al día de hoy ninguno de los supuestos reclamantes del Trono ha solicitado formal y oficialmente la adhesión a su persona, reivindicándose como Rey legítimo de las Españas, este día puede llegar antes o después, y entonces, aunque sea dolorosa, cada uno de nosotros tendrá que tomar una decisión clara y decidida.
[1] El Rex eris si recte facias, si non facias, non eris, de San Isidoro de Sevilla.
[2] En algún personaje de Valle Inclán o incluso de manera muy superficial en cierto afán de aventuras en el personaje de Alan Breck en Las Aventuras de David Balfour, de Stevenson.
[3] Tolkien, J.R.R. El Señor de los Anillos. El Retorno del Rey, Ediciones Minotauro, 27ª impresión, abril de 2002. Págs. 159 y 160. ISBN 84-450-7177-7. Traductores: Matilde Horne y Luis Doménech.