Restaurar el matrimonio

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17.05.07 Con el título de su obra, “La superstición del divorcio” acertaba plenamente Chesterton en la calificación del divorcio.

Dado que el matrimonio se basa en la promesa de un hombre y una mujer de unirse hasta que la muerte los separe, el divorcio es un absurdo. Si los contrayentes no piensan que su unión es indisoluble, no hay matrimonio. Sobra el divorcio. Si los contrayentes otorgan su sí hasta que la muerte los separe, sabiendo lo que hacen, han de atenerse a las consecuencias. Quien pide que su matrimonio sea disuelto, pide que se le exima del cumplimiento de un compromiso que libremente contrajo. Es absurdo que pretenda ser liberado de una unión que él hizo indisoluble para poder volver a contraer el mismo compromiso con otra persona. Quien ha roto su palabra, no es consecuente al exigir que le permitan que vuelva a dar esa palabra.

Cuando se acercaba el cambio político y los nuevos vientos nos traían el divorcio, recordábamos la argumentación de Chesterton. Nos pareció que la más eficaz oposición al divorcio que venía era considerarlo como una superstición.

Corría el año 1965. Discutíamos con unos norteamericanos que, con la superioridad yanqui de pensar que su sistema político es el único perfecto,  nos recriminaban porque en España no había divorcio. Les replicamos:

–                     No nos hace falta. Cuando en España un marido se ha cansado de su esposa, se separa de ella. Y si no puede vivir sin mujer se arrima a otra.

–                     ¿Y le parece esto a Vd. moral? –  Nos replicó el yanqui.

–                     Completamente inmoral. Pero que no lo hace moral la sentencia de un juez. Inmoralidad por inmoralidad, preferimos la manifiesta a la encubierta por una superstición.

El divorcio venía. Una sociedad irreflexiva, egoísta y conformista con la moda, lo exigía. Nos pareció que deberíamos de adelantarnos y proteger la existencia del matrimonio, del indisoluble porque no hay otro, permitiendo a quienes no quieran comprometerse para siempre contraer una unión temporal si así lo hacían constar en el contrato. Lo expresábamos gráficamente proponiendo la existencia de “dos ventanillas” en los juzgados. Por una pasarían los “eventuales” y por otra los verdaderos matrimonios, entre ellos los contraídos canónicamente. Expusimos la idea a un amigo seminarista, hoy Vicario General de una diócesis española. La pareció absurda.

La implantación del divorcio en España la vimos como una abolición del matrimonio. Y así lo han entendido también los Obispos en su instrucción pastoral “La Iglesia ante la situación de España” que en su párrafo 41 dice:

Se ha eliminado de la legislación española una institución tan importante en la vida de las personas y de la sociedad como es el verdadero matrimonio (el subrayado es nuestro)

A través de la página web de e. cristians, nos enteramos de la existencia de una obra del afamado jurista Amadeo de Fuenmayor que propugna, con la profundidad y abundancia de razonamientos que de él se pueden esperar,  que sean los propios contrayentes lo que exijan, desde su libertad, que su compromiso indisoluble sea firme. Aduce el ejemplo del estado de Luisiana  en el que una ley, aprobada el 23 de junio de 1997 y en vigor desde el 15 de agosto siguiente, introduce un tipo de contrato matrimonial −el convenant marriage− por el cual los contrayentes aceptan tener más dificultades legales para divorciarse.

Lo que en 1965  a nuestro amigo seminarista le parecía inadmisible, hoy, cuando el divorcio, por su extensión y funestas consecuencias para todos, ha demostrado todo lo que puede dar de sí, es deseable. Y, sobre todo, razonable. En nombre de la libertad y de la igualdad no se puede negar a nadie el  derecho a establecer un contrato, acorde con la ley natural, y que sus cláusulas sean tan exigibles para las dos partes como las de cualquier otro. En realidad, al implantar el divorcio, se ha legislado en contra de la igualdad: a unos se les permite elegir el “vivir arrimados” (pues eso es la unión disoluble  por mucho que venga avalada por papeles) y a otros se les niega la posibilidad de elegir la unión permanente, el matrimonio auténtico base de la familia que quieren formar.

Recientemente hemos visto salir a la calle las manifestaciones más clamorosas que se han dado desde la implantación de la democracia, en defensa del verdadero matrimonio y de la libertad de enseñanza. ¿No podríamos ir pensando en organizar otra semejante en favor de la restauración del matrimonio indisoluble, el único verdadero, hoy eliminado de la legislación española?

¿Libertad e igualdad? Sí; pero para todos. Porque si no jugamos todos es que la baraja ya está rota. Nosotros así lo creemos. Pero “ellos”, los que la han roto, no se atreven a decirlo.

Carlos Ibáñez Quintana