La laicidad positiva (I y II)

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20.10.08. LA LAICIDAD POSITIVA (I)

Me comentaba, hace unos meses, un amigo afín a nuestras ideas que la situación de la Iglesia, desde la Revolución Francesa, es la misma que bajo el Imperio Romano, antes de Constantino.

Y es verdad. Desde la Revolución la Iglesia es perseguida sistemáticamente por los poderes civiles. Tolerada en unos periodos y atacada, incluso violentamente, en otros. Como bajo el Imperio Romano. Porque no creamos que entonces los cristianos vivían permanentemente ocultos en las catacumbas y que cada domingo había espectáculo circense con cristianos a las fieras. Se daban largos periodos de tranquilidad en los que la Iglesia llegaba a poseer bienes, ejercía apostolado y obras de caridad y los apologetas publicaban sus escritos.

Constantino dio libertad a la Iglesia. Teodosio declaró al cristianismo religión oficial del Imperio.

Así lo vio el gran converso inglés del siglo XIC, Cardenal J. H. Newman:

“Ocurrió todo esto de forma tan natural que solo puede molestar o resultar extraño a quienes desconozcan el tema o sepan poca historia. Si la Iglesia es independiente del Estado, en tanto que es la Mensajera de dios, el Estado, con sus altos funcionarios y la población, al acercarse a su comunión y creencias, obviamente debe cambiar su hostilidad por sumisión”. (Carta al duque de Norfolk)

Posteriormente las naciones bárbaras se convirtieron en reinos cristianos cuando sus reyes aceptaron el bautismo. Clodoveo en Francia, Recaredo en España, San Alfredo en Inglaterra, San Wenceslao en Bohemia, San Esteban en Hungría, y un largo etcétera, fueron los principios de unos reinos cristianos que duraron siglos. ¿En qué fecha se puede fijar el fin de los mismos?

Para algunos las monarquías apostatan en el siglo XVIII cuando aceptan los principios de la Ilustración y gobiernan a su dictado. En algún sitio he leído que San Juan Bosco le dijo a D. Carlos VII que sus esfuerzos resultarían baldíos porque las monarquías cristianas estaban condenadas a desaparecer por su traición a la Iglesia.

Otros fijan como fecha la de la ejecución de Luis XVI. Para otros es la supresión del Imperio Romano Germánico por Napoleón.

Caída Constantinopla en poder de los turcos, los zares de Moscú asumieron el título de Emperadores de Oriente. También ese imperio terminó con el asesinato del Zar.

Otras monarquías de occidente fueron derrocadas. El caso de España fue mucho peor: sustituyeron a la legítima Familia Real por una rama espúmea hasta en su sangre y, con la apariencia de monarquía católica tuvimos una república coronada al servicio de la Revolución.

Dijo el Señor: “Cuando el espíritu inmundo ha salido del hombre anda por lugares áridos buscando reposo y no lo encuentra. Entonces dice: “Volveré as mi casa de dónde salí”. Al volver la encuentra libre, barrida y adornada. Entones tomo consigo otros siete espíritus peores que él y entran y se instalan allí. Así, el estado final de aquel hombre resulta peor que el primero (Mat. 12, 43-45).

Eso es exactamente lo que ha ocurrido. Salió Satanás del Imperio Romano. El Cristianismo barrió y adornó la sociedad civil. Satanás ha regresado con más fuerza. Hoy estamos peor que bajo el Imperio Romano en el que no se permitían aberraciones que hoy se consideran como derechos.

En esta situación de persecución, Benedicto XVI se ha dirigido a los poderes de la tierra pidiéndoles el cese de la misma, libertad para la Iglesia. Para ello ha recurrido al Presidente Sarkozy que ya había formulado unas declaraciones hablando de una “laicidad” positiva que contraponía al “laicismo” agresivo que se viene practicando.

Al dirigirse de ese modo a los poderes temporales, el Papa está en su papel. Pensemos que los Padres de la Iglesia y los primeros apologetas se expresaban del mismo modo. No postulaban del Imperio la declaración de que el Cristianismo fuera la religión oficial. Se limitaban a exponer las excelencias del mismo, a deshacer las calumnias y equívocos que sobre él corrían y a pedir libertad.

En situaciones iguales es lógico que el comportamiento sea el mismo. Es oportuno, además, que el Santo Padre, hablando con quienes proclaman la libertad como su primer principio, les pida un mínimo de consecuencia y que cese la persecución de que se nos hace objeto.

Nuestra postura no tiene por qué ser la misma que la del Papa. Nosotros podemos y debemos luchar por la restauración de la Monarquía cristiana. Con esa bandera nos hemos venido oponiendo a la Revolución desde hace siete cuartos de siglo y hemos amortiguado sus perniciosos efectos. Por nuestra experiencia política no creemos que tenga ningún efecto esa invocación a una “laicidad” positiva.. La respuesta del Enemigo ya la tenemos. El Gran Oriente de Francia ha dicho que la “laicidad” no necesita de calificativos. Persisten en mantener las cosas como están; en que siga la persecución. Nos agradó leer las declaraciones de Sarkozy. Pero mientras Sarkozy no es más que un Presidente que hoy está y mañana se irá, el Gran Oriente seguirá actuando..

¿Y nosotros? ¿Cambiaríamos de postura? ¿ aceptaríamos la “laicidad” positiva? Primero tenemos que verla. Ni siquiera necesitamos exigir que den ellos el primer paso. Basta con que cesen en su actividad persecutoria. Porque no podemos seguir en esta situación de injusticia en que nos estamos llevando todas las bofetadas en los dos carrillos y golpes en todas partes de nuestro cuerpo. Luego sería el momento en que nos estaríamos obligados a aceptar la paz. Pero, vistas las cosas, conocido el Enemigo al que nos enfrentamos, Satanás, estamos seguros de que no se llegará a ello.

Carlos Ibáñez Quintana

LA LAICIDAD POSITIVA (II)

Por un momento, vamos a movernos en el terreno de la utopía. Porque vamos a suponer que la laicidad positiva se hace realidad, de lo que estamos convencidos que es imposible.

Aún en ese supuesto los carlistas seguiríamos combatiendo este sistema que llaman democracia. Porque, como tal sistema es malo; es un engaño y encierra muchas contradicciones.

Primera mentira: la soberanía reside en el pueblo.

La soberanía no es algo que tenga vida propia. Es algo que se ejerce y se da siempre en quienes gobiernan. No se puede hablar de la soberanía separada del hecho de su ejercicio. Si el pueblo no las ejerce, no la puede ejercer y ha de trasmitirla a los gobernantes, es que en él no reside ninguna soberanía.

Tampoco se puede decir que “emana” del pueblo. Por tanto las elecciones no traspasan la soberanía del pueblo a los gobernantes, sino que designan quien ha de ejercer esa soberanía.

Segunda mentira: el pueblo elige a sus representantes.

Una vez que el elector ha depositado su voto, no tiene ningún modo de influir en la actuación de la persona elegida. En ningún orden de la vida se dan representantes que no estén a las órdenes de los representados. Las elecciones son un inmenso fraude que en que elegimos a los que nos proponen los partidos políticos. Sin que podamos optar entre personas de distintos partidos. Los elegidos están sometidos a la disciplina de su grupo y prescinden incluso de los intereses de la circunscripción por la que han sido elegidos.

La prueba evidente la tenemos estos mismos días (primera quincena de octubre) en el contencioso que enfrenta al PP con UPN. Si tomar posición por uno u otro partido, diremos que las opiniones que venimos escuchando sobre la cuestión se refieren exclusivamente a la obligación o no de UNP de cumplir el pacto que tiene con el PP. Para nada se tiene en cuenta la opinión de los votantes navarros que, con sus votos, sacaron los dos diputados en litigio.

Tercera mentira: el parlamento defiende los intereses de los electores frente al Gobierno.
Si el Gobierno sale del parlamento ¿Cómo se entiende que se pueda oponer a sí mismo; autolimitarse para ser barrera contra sus propios abusos?

Otras muchas mentiras se dan; pero esas son las más importantes. De todo ello se deriva un sistema injusto, contra el que las personas de bien tienen que luchar.

Por los medios de comunicación que no se someten a “lo políticamente correcto” e informan con veracidad, podemos ver las flagrantes injusticias que se cometen cada día. Injusticias de las que son víctimas los más pobres y necesitados.

Y es que el sistema que nos trajo la Revolución está pensado para la opresión de los pueblos, para el ejercicio de la tiranía por grupos de presión, para la prepotencia de los poderosos. No nos inventamos nada. Dejemos la utopía y volvamos a la realidad.

No nos hagamos ilusiones. Porque en el soñar despiertos incurren muchas personas de buena fe que no se cansan de cantar las excelencias de la democracia, añadiendo “cuando se lleva bien”. Y nosotros preguntamos: “En España ¿cuándo se ha “llevado bien”?. Los argumentos más fuertes contra la democracia nos los proporciona la conducta de quienes con más contundencia se confiesan demócratas. Que incluso se presentan como los únicos demócratas.

La Revolución, disfrazada con la vestidura de la democracia, aparece en la historia como una acción contra el orden cristiano. Lo mismo atacaba a la Religión que a las estructuras políticas que en los reinos cristianos se habían plasmado. Por eso no creemos que la Revolución nos pueda proporcionar un sistema político en el que la libertad de conciencia sea respetada, con todas sus consecuencias, y garantice una justicia para los gobernados.

Es la eterna lucha entre las dos ciudades que ya describió San Agustín.

Últimamente en el campo católico han surgido voces que, sin llegar a corregir al Santo de Hipona, dan una interpretación a su pensamiento. Dicen que la Ciudad de Dios es imposible mientras vivamos en la tierra y estemos sometidos al Pecado Original. Es eso verdad. Pero ello no quita valor al ideal de la Ciudad de Dios, que ilumina el pensamiento de los gobernantes católicos y alimenta sus aspiraciones, así como las de los gobernados. Nos podrán exhibir un catálogo de las injusticias cometidas durante quince siglos por los gobernantes que se inspiraban en el pensamiento de San Agustín. Pero a la vista tenemos los crímenes sistemáticos que en los siglos posteriores a la Revolución han cometido los epígonos de la ciudad terrena. Que no nos vengan con cuentos los de “lo políticamente correcto”. Robespierre, Napoleón, Lenin, Stalin, Hitler, Mao; Pot-Pol y tantos más, son las consecuencias de una soberbia colectiva que ha llevado a los hombres a creer la satánica tentación del “seréis como dioses”.

Vivimos bajo el imperio de Satanás. Satanás existe. ¿Hay algún cristiano que lo niegue? Como tampoco puede negarse que actúa y los efectos de ello los tenemos a la vista.

Satanás no tiene poder para hacer. Pero sí para tentar. Para inspirar malas ideas y lograr que los hombres por él engañados lleven a cabo sus planes. Así ha conseguido que los defensores del laicismo hayan instaurado su sistema:

1. El matrimonio abolido.
2. La especie humana condenada al exterminio, por el aborto.
3. La duración de la vida humana dejada al arbitrio de otros hombres, con la eutanasia.
4. Trabas de toda clase (vivienda, colocación, lograda ésta jornadas prolongadas de trabajo, etc.) para los jóvenes que desean formar una familia.
5. Educación, monopolizada por el Estado, encaminada a la perversión de la juventud.
6. Sueldos bajísimos mientras unos pocos ganan cantidades de fábula.
7. Propaganda oficial para fomentar la fornicación y homosexualidad en los adolescentes. Aquella con pretexto de prevención de enfermedades.
8. Irracional destrucción de la naturaleza.

Estas injusticias materiales nos impulsan a luchar contra la Revolución y nos encontramos con que los sistemas hijos de ella, son además encarnizados enemigos de la Iglesia. No podía ser de otro modo: el enemigo de la obra de Dios tiene que ser también enemigo del mismo Dios. Y comportarse como tal. Impotente para atentar contra el Creador, Satanás se desahoga haciéndolo contra su obra, especialmente contra el hombre, imagen y semejanza suya.

Su Santidad León XIII lo vio como lo vemos nosotros. Para él el triunfo de le Revolución en Europa era una victoria de Satanás. Por eso mandó que al final de las misas rezadas se incluyese una invocación a San Miguel Arcángel para que nos protegiera de la maldad y las asechanzas del demonio.

Por todo ello no es extraño que el Gran Oriente de Francia haya declarado que la “laicidad” no necesita de ningún calificativo. No van a abandonar las posiciones que ya han ocupado. No van a cesar en su persecución contra la Iglesia.

Proponiendo el Papa una laicidad positiva, está en su papel; repetimos. La nula acogida que su propuesta ha de tener entre los epígonos de la Revolución dará más fuerza moral a nuestra postura.

En lo que, con ayuda de Dios, no caeremos, será en el engaño de creer que la Revolución ha desistido de sus proyectos y que con ella se puede llegar a un acuerdo por el que se reconozca a la Iglesia la libertad a la que tiene derecho. Doscientos años de persecuciones, junto con casi otros tantos de vano intento de entendimiento, nos impulsan a perseverar bajo la Banderas que enarbolaron quienes declararon a la Revolución guerra implacable.

Esto suena muy fuerte y no puede decirlo el Papa ni la Jerarquía. Pero lo decimos los laicos, que algún papel tenemos en la Iglesia. Lo decimos los carlistas.

Carlos Ibáñez Quintana