Los hijos de la decepcion

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18 de junio. La España emancipada del siglo XXI ha despertado de golpe de su apacible viaje a la modernidad y el desarrollo, sólo enturbiado por algunas borrascas económicas que a la postre han revelado lo errado del rumbo.

Las calles han sido tomadas por grupos crecientes de descontentos que han despertado súbitamente del sueño del bienestar en que despreocupadamente se mecían. Son los hijos del Sistema, que, confundidos por el tamaño de sus contradicciones, se han sacudido con un manotazo de rebeldía el pulcro entramado legal que les maniataba, del que no recelan sino fingimiento, parcialidad y mero barniz de escandalosos nepotismos, arbitrariedades y clamorosas injusticias.

Las reacciones más frecuentes de los cronistas oficiales, tras el primer cerco de silencio mediático, han pasado por tacharles primero de estar al oculto servicio del Gobierno, a pesar de su reciente batacazo electoral, luego de hacer reivindicaciones históricas de la izquierda (¿Y por qué no habrían de hacerlas, si es pacífica desde hace décadas la superioridad moral de la izquierda en el mundo escolar y académico?), posteriormente de totalitarios partidarios de la democracia orgánica franquista, últimamente de “violentos”, aun reduciéndose los daños a airadas imprecaciones y cuestionamiento de las instituciones políticas, y siempre de indecisos y vagos en sus propuestas. 

Ante la evidencia final tras largos años de que “el sistema democrático” puede perfectamente devenir en tiránico, la insistente exigencia de “verdadera democracia” es ciertamente una propuesta indeterminada, pero, ¿acaso el empleo de la palabra “democracia” no viene siendo desde hace 30 años un recurso inconcreto más allá de la brillantez oratoria? ¿Ha existido alguna otra traducción real del término más palpable que la creciente pauperización del pueblo y su progresiva sumisión impotente ante el poder de los partidos? ¿Por qué habrían de concretar los descontentos más allá de lo que lo han hecho quienes les han enseñado?

Cuando la sospecha se cierne sobre los fundamentos del sistema político, el acatamiento de las normas se relativiza hasta que no se aclare la acusación, y los indignados actúan en consecuencia en pos de su objetivo último: la solución de las contradicciones del sistema que les ha educado e inculcado todas sus categorías culturales y políticas.

Disputan los defensores del sistema y los rebeldes el auténtico significado de la totemica palabra: “democracia”, que ya muchos empiezan a sospechar no es más que el pomposo nombre moderno dado a lo que Chester Barnard describió como “la zona de indiferencia”: el límite hasta donde uno está dispuesto a obedecer mientras no entre en conflicto con sus intereses personales, y que poderosas minorías, políticas y financieras, han explotado sistemáticamente todo el tiempo mediante inconfesables maniobras confiados en que la sacralizacion del Sistema haria impensable su cuestionamiento.

Mientras tanto, en las propuestas de los indignados que se agitan cuestionándose su filiación política, siguen incólumes y latentes las aspiraciones del hombre de siempre, como zoon politikon que es: libertad frente al Poder, exigencia de participación real y no intermediada en los asuntos públicos, responsabilidad en las decisiones políticas y control efectivo de los agentes políticos. Aspiraciones profundas que se abren paso a tientas y aún poco firmes en la bocanada de aire fresco dentro del viciado panorama político español que ha supuesto el espontáneo estallido de la indignación, y a las que ni ha sabido ni querido dar respuesta el actual sistema “democrático” durante su ya longeva existencia. Aspiraciones que, por otra parte, se hallan desde siempre en el acervo de la Tradicion politica espanola: preferencia de la representacion directa sobre la de los partidos politicos, legitimidad de ejercicio del Gobierno, la Justicia como medida de la ley, Cortes con representacion directa de los cuerpos intermedios, mandato imperativo, juicio de residencia.

Y sus hijos se han dado cuenta, y como hijos de la democracia que son, piden a gritos se les aclare por qué no se reconocen tanto como tales, cuanto como hijos de la decepción.

Javier Lopez Urena